Vamos a ver morir las moscas


Vamos a ver morir las moscas, me convidaba Pablo en las tardes dormidas del sur, cuando el viento rozaba en las hojas y nada se movía, salvo las moscas, que iban a morir.

— ¡Yo voy adelante!— bramaba al tiempo que acometía la carrera. Detrás lo seguía yo con paso libre de prisas; en el medio, la distancia justa para que no se oyeran las voces y se vieran las muecas.

Al llegar a la laguna vacía, nos deteníamos a contemplar su secumbre por un rato; la tierra cuarteada del fondo seco como una inmensa telaraña. Me horrorizaba de sólo imaginar el tamaño de aquel artrópodo capaz de tejer semejante maraña; la enormidad de las moscas que hubiesen caído en la trampa, en cambio, no suscitaba repulsión alguna en mi imaginería.

Ni lento ni perezoso Pablo se abalanzaba contra el alambrado, y con un salto enérgico conseguía sortearlo. Yo lo seguía con mayor paciencia, y con una risible torpeza avanzaba en mi escalada, no sin antes propinarme algún raspón con el alambre de púas. Nunca salía ileso de tales empresas.

Bordeábamos los vestigios de laguna y cortábamos camino a través de los campos en la soledad de la tarde. Las muecas y señas desaparecían y daban lugar, en esta etapa, a estridentes chiflidos; idioma que dominábamos a la perfección, al menos entre nosotros; no así con las aves, en cuyos silbidos no entendíamos un cuerno.
Pablo aderezaba sus chifles con alaridos en falsete y chirridos guturales que se perdían en la inmensidad, mientras andaba dando saltos, trotes y volteretas.

Pablo era el hacedor, yo simplemente urdía.

En la vieja tapera practicábamos puntería con los pocos vidrios que quedaban sanos, que eran ninguno. Igual lanzábamos enormes piedras de barro y bosta, y nos deleitábamos viéndolas estallar contra las paredes.
A veces trepábamos hasta el techo endeble, desde donde se podía ver perfectamente la central eléctrica, a sólo unos kilómetros.

En la nueva fase de la marcha no había muecas ni silbidos, mucho menos dialogo. En mutis absoluto caminábamos a la expectativa, pues ya cerca del cartel los pelos del brazo comenzaban a adquirir verticalidad.
PROHIBIDO PASAR, sentenciaba el letrero.

—¿Quién dice? — Refunfuñaba Pablo.
           — ¡Que dé la cara! — Arengaba al instante, y sin más atravesábamos el límite hacia la zona vedada.

Sentíamos la vibración desde la suela hasta la punta de los pelos, y a medida que avanzábamos bajo los gruesos cables de alta tensión, la afonía se acentuaba, si tanto más podía acentuarse.
Llegábamos al punto y las moscas caían como aguacero. De ahí no pasábamos, sólo íbamos a ver morir las moscas, no más que eso.







"El árbol detrás del árbol"

No hay comentarios: