La
convención de diablos de 1782 fue un verdadero desastre entre los
desastres. De todas las convenciones que se celebraron durante tantos
milenios, esta fue la peor de todas sin lugar a dudas. La peor de
todos los tiempos, literalmente.
La
concurrencia no fue para nada numerosa, algo bastante extraño para
una época llena de atrocidades. De los altos maléficos no se supo
nada, ninguna noticia; por así decirlo, brillaban por su ausencia.
Asistieron sólo una pequeña cantidad de demonios de poca monta, y
como agravante, todos rojos, que como ya se sabe, son los más
vulgares; llegados hasta ahí simplemente por los bocadillos y el
chupi, sin la menor intención de aportar infamia ni maleficio
alguno, ni siquiera una pequeña tempestad para agregar a la lista
que cada año se completa.
Durante
el discurso, emitido por alguno de los pocos directivos del infierno
que allí se encontraban, el salón en llamas era un mar de
murmullos. Nadie escuchaba, cada cual hablaba con cada quien, sin
importar el tono y el volumen de voz; causa por la cual, el discurso
hubo de interrumpirse unas cuantas veces, hasta que finalmente, el
orador por demás de ofendido, decidió suspender su disertación.
Dios,
el demonio mayor, estaba que explotaba de la furia; se hervía en sus
propios jugos rabiosos y pútridos. Para colmo, a mitad de la noche,
aparecieron unas cuantas damiselas disfrazadas de diablillas,
convocadas por alguno de los presentes; y enseguida se armó el
bailongo, con confeti, cotillon, y todo lo demás.
Ante
tal falta de respeto a la institución demoníaca, los demonios más
altos, completamente vejados y temerosos de la vergüenza que
acarrearían los comentarios póstumos, se retiraron quien sabe a que
agujero, y no aparecieron por largo rato.
Los
demonios inferiores abandonaron el salón sólo cuando hubo terminado
el fiestongo, bien entrada la madrugada, cuatro días después de
haber empezado.
Nada
recordaron de aquello, pues la borrachera fue sublime.
Los
diablos supremos decidieron prescindir de las convenciones masivas
tradicionales, y cedieron la indignidad de planificar sus diabluras
sólo a un grupo selecto de demonios.
"El árbol detrás del árbol"
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