La
siesta era una ceremonia irrevocable, una costumbre ancestral podría
decirse, tradición que venía de los abuelos de los abuelos quizá.
Allá,
en el pueblito donde vivíamos cuando pequeño, azotados
incesantemente por un sol abrasador que hasta en la noche se hacía
sentir, con ochocientos grados a la sombra durante el día, no
permitía mucho ejercicio después de la sobremesa del almuerzo.
Lo
recuerdo como si estuviese ahí ahora mismo, mi papá corriendo la
silla de la mesa con su típico chirrido, reclinándola levemente,
haciendo equilibrio sobre las dos patas traseras para llamar a la
modorra. Mamá levantando los platos para luego lavarlos, con ese
aire solemne que siempre la caracterizó; y con mi hermana desde un
rincón fresquito de la sala, donde a veces nos ganaba de antemano el
perro, miramos la escena acostumbrada.
A
mi no me gustaba dormir la siesta, a mi hermana tampoco, pero era ahí
cuando la abuela nos relataba la historia del hijo de doña Elena,
que por salir a la calle a pleno mediodía, se pasó una semana
entera con fiebres y delirios, y caldos apestosos y todo tipo de
remedios caseros no menos repugnantes que enumeraba con esmero, sin
olvidar las cataplasmas e infusiones y las curaciones de insolación.
Bien
sabíamos que la abuela exageraba, pero con tal de no tener que
escuchar el relato tantas veces evocado, cedíamos e íbamos de mala
gana a torrar la siesta.
Pero
a mi hermana y a mi no nos gustaba dormir la siesta; el viejo era
otra cosa, casi ni llegaba a la habitación que ya estaba roncando,
mamá lo seguía cuando terminaba de limpiar todo, no sin antes
apurarnos a nosotros o advirtiéndonos que no saliéramos. Hasta el
perro dormitaba entre jadeos sobre el frescor del mosaico. El pueblo
entero se sumía en un profundo sueño.
Esperábamos
el momento propicio, cuando estallaba el atronador silencio de la
casa, y nos fugábamos hacia la galería del patio a jugar en su
sombra protectora. Nos la habíamos ingeniado para hacer el menor
ruido posible, andábamos descalzos y poníamos unas gotitas de
aceite de cocina a las bisagras del mosquitero para que no chille al
abrirlo y así no despertar los certeros chancletazos de mamá. Nos
decíamos mediante señas y gestos, y a veces pequeños susurros al
oído, cuando la discusión se tornaba algo hostil, por así decirlo.
Un
día Cristian se quedó a comer en casa, Cristian era mi amigo de la
infancia, con él nos metíamos en cada líos terribles, pero era él
quien peor se la llevaba; sus padres eran demasiado severos, por eso
casi siempre venía a casa donde mamá nos apañaba más y nos
perdonaba una que otra macana.
Ese
día llevamos a cabo el ritual como de costumbre, Cristian se sabía
todos los pasos a seguir y conocía casi todas las señas de nuestro
mudo idioma. Hacía tanto calor que ni el perro se animaba a asomarse
para husmear el aire, y nos miraba desde adentro desparramado en el
suelo como clamando piedad.
De
más esta decir que nos aburrimos a sobre manera en la galería, sin
poder saltar, ni gritar ni jugar a la pelota y todas esas cosas que
son las que realmente hacen a la diversión. Teníamos algunas
figuritas, cartas y un dominó, pero eso bien se puede jugar adentro
que esta más fresquito. La única que parecía a gusto era mi
hermana, embotada como siempre con sus muñecas y tentándonos a que
juramos también; nosotros haciéndole saber que eso eran mariconadas
y para tontos, con lo cual ella nos enviaba unas muecas fuleras que
valían por mil palabrotas.
Nos
pasamos más de una hora sin mover un músculo, sentados en el suelo,
respirando cada tanto una brisita que llevaba un aire poco menos
caliente, sólo un poco. Luego una idea brillante cruzó alborotada
en la atmósfera sofocante; el galponcito del fondo, a unos setenta
metros de la casa, ahí debía haber algo interesante, algún
misterio oculto, alguna aventura que inventar. Al menos podríamos
hacer un poco más de ruido sin perturbar a los durmientes. Pero el
sol radiaba como nunca quemaba y encandilaba, y no dejábamos de
pensar en la historia de mi abuela, tal vez de veras sucedió, ¿quien
sabe?
Mientras,
mi hermana nos profería insultos desde su mutismo, aun enojada con
nosotros amenazaba con boicotear el plan que ya empezamos a urdir. No
le prestamos mayor importancia, puesto que ella no saldría ilesa del
castigo que se nos venía si se destapaba la olla.
Bien,
la cuestión era llegar de algún modo al galpón aquel y había que
hacerlo por la sombra para no correr riesgos, por lo menos hasta
llegar al parrillero que estaba bajo algunos árboles. Para ello, nos
aprovisionamos de fuentones, baldes, chapas y cartones y cualquier
cosa que nos escudara del sol; así fabricamos el sendero seguro
mientras mi hermana seguía gesticulando desde la galería, pero
cuando estábamos a mitad de camino, no aguantó más y se nos unió
en la travesía.
La
primera etapa fue un éxito, alcanzamos el parrillero sin
dificultades, pero nos esperaba una sorpresa por aquellas latitudes;
ni dos segundos pasaron desde que llegamos, que ya estaba asomada al
tapial la hija de los vecinos, una tilinga busca roña, como decía
mamá, fastidiosa como pocas, que no nos dejaba tranquilos y que
aparentemente no tenía vedado el sol de la siesta, o acaso a nadie
le importaba. Chismosa como pocas, ventajera y despiadada no dejaba
de hacer capciosas preguntas, a los gritos para molestar o chantajear
se diría. Por suerte Cristian llevaba unos caramelos de miel encima,
con los cuales pudimos sobornarla para que nos deje en paz.
La
segunda fase consistía en tomar la higuera de sorpresa, como deben
arribarse todas las higueras; después, de ahí en más todo sería
fácil, pues la frondosa arboleda nos permitiría llegar tranquilos
de sombra hasta el galponcito. El problema mayor era que desde donde
nos hallábamos hasta la higuera había un largo trecho, y nos dimos
cuenta que los adminículos con los que contábamos no serían
suficientes.
No
le encontrábamos la vuelta al asunto, déle que te déle pensar y
pensar y nada; estábamos por desistir cuando a Cristian se le
encendió la lamparita. Se trataba de ir desarmando el sendero de
sombra a nuestras espaldas a medida que avanzábamos, poniendo la
pieza sustraída adelante. Simplemente brillante, debo reconocerlo, y
eso que al que se le ocurrían las ideas brillantes era casi siempre
a mí.
Después
no nos tomó mucho tiempo llegar, pero siempre falta uno para el
peso, y al tantear la puerta para adentrarnos en ese mundo
conquistado con tanta logística, a mi hermana le agarraron ganas, y
tantas, y tan de repente que no tuvimos tiempo de armar ni desarmar
senderos, sencillamente nos pegamos un pique por el medio del patio,
al rayo del sol, bien bien al rayo.
Al
llegar a la galería, tamaña sorpresa nos esperaba; mamá parada en
la puerta mirándonos al galope, todos transpirados y agitados. Vaya
tunda de chancletazos y tiradas de oreja nos ligamos, ni Cristian se
salvó esta vez.
Lo
peor fue despertar, la fiebre, el caldo inmundo, jarabes apestosos,
tizanas, cataplasmas, y la tía con el plato y el algodón en la
cabeza para curar la insolación. Por lo menos mi abuela actualizó
su historieta, con la cual nuevas generaciones serán azotadas por
las viejas del barrio que amedrentan a sus nietos.
"El árbol detrás del árbol"
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