Una basurita en el ojo


Mis pasos retumban demasiado, la casa es grande, y ahora que Ella no está, más que nunca.
— ¿No piensa usted lo mismo? ¿Acaso usted piensa?
— ¡No, que va a pensar!; si no es más que un cuadro en la pared, entre manchas de humedad y manchones de recuerdos.

—Le tomamos esa foto un año después de haber venido a nosotros, una tarde de primavera mientras Ella podaba la parra. Era usted un caballo mañero, pero se dejaba querer. Además, su pelo estaba siempre brillante, para envidia de la poblada. Eso era porque comía muchas manzanas, todas las que caían del árbol del vecino hacia este lado del muro.
— ¿Recuerda usted los paseos por el campo?, a la tardecita, cuando el aire se venía más fresquito. A los chicos les encantaban esos paseos, y usted los quería más que a nadie. Sí, se le notaba en la mirada, ¡esa!, esa misma. ¿Ve como también recuerda? Aunque este ahí adentro, sin poder decir ni moverse; tiene la misma mirada. Una pena que se halla ido

— ¿Hace cuanto? Ya ni me acuerdo, a esta edad la memoria falla. Las fechas se me fueron siempre, aun de joven, cuando era bien parecido y de una picardía desbordante.
—Voy a abrir un poco las ventanas, quédese ahí, no vaya a ningún lado. ¡Bromeaba!

A esta casa le hace falta un poco de luz, a mí también, pero un par de mates me bastan. La espalda me duele cuando hay mucha humedad, son los achaques de la vejez. El día pinta lindo, hay sol y cielo, al menos desde la ventana.
¡Pucha!, me estoy quedando sin yerba. Después voy a tener que salir a comprar.
— ¿Quiere que le traiga unas manzanas? ¿No? Mejor, porque el árbol se secó el invierno pasado, o el otro, no recuerdo; y en el mercado cuestan un ojo de la cara.

Para ahora me alcanza, el mate a mi no se me lava. A Ella siempre se le aguaba la yerba, porque le ponía yuyos y mucha azúcar. Todo en Ella era así, dulce y aromático. ¡pucha!, como la extraño.

—No me mire así, es que se me metió una basurita en el ojo; en el fondo del tarro la yerba tiene mucho polvillo. No me mire así.
— ¿Sabe una cosa?, apenas se fue usted, los chicos se marcharon; al poco rato. Se fueron a la ciudad, a estudiar; ahora vienen poco, cada muerte de obispo; y la semana pasada murió uno, pero faltaron a la cita.
— Si los viera no los reconoce, si yo los viera tal vez no los conozca tampoco. Saludan para las fiestas y después se olvidan de este viejo que rezonga.

—Mire en la ventana, un colibrí. Hacía tiempo que no veía uno, desde que se secaron las flores. Yo las regaba, les sacaba las hojas secas y cambiaba la tierra; como lo hacía Ella, pero a mi no me funcionó. Desde que ya no está, las flores no quieren crecer en esta casa, y ahí anda el patio, con los maceteros vacíos. Pero la parra siempreverde no me abandona.
— ¿No lo ve?, ahí está, aleteando en la ventana; mire de refilón aunque sea. Ya se fue.
—Antes había una veintena, siempre revoloteando en el patio. Hacían los nidos en la parra y se emborrachaban con el néctar de las flores que Ella tenía en cantidad, en macetas y maceteros.

— ¿Usted lo conoció al Manchas? No, eso fue antes. El muy zorro esperaba escondido atrás de las plantas y largaba el tarascón cuando se acercaban los picaflores. Nunca agarró ninguno. ¡Que perro ladino!, le encantaba morder cuanto tobillo veía, y le toreaba a todo y a todos; menos a Ella. Yo no lo quería ni medio, pero Ella, en cambio, lo adoraba; y Ella podía pedirme cualquier cosa.
Pobre Manchas, el muy tarambana se largó de la terraza y no la contó. Como lloraba Ella, y yo de verla llorar me acongojaba; la quería tanto.
— ¿Sabe una cosa?, no recuerdo habérselo dicho en los últimos tiempos. ¡Pucha!, otra basurita, o es la molestia que quedó de la otra.

— ¿Me entiende lo que digo? ¿No? No, que va a entender usted desde ahí adentro. A veces me da una bronca, parece que me tomara el pelo, mirándome así, siempre igual.
—Pero usted no tiene la culpa. Disculpe.
—A estas horas si no me fumo un cigarrillo me ahogo. Sí, ya se lo que dice el medico. Pero ¿Qué sabe ese de la soledad? Todos los días a la misma hora la cita con nadie, sentado acá, enfrente de usted, que parece no me quiere hablar; o en el patio, con la radio y un tanguito, y bajando pavas y pavas y yerba; todos los días mirando un zócalo que más tarde no arreglaré, esperando la hora del almuerzo para no almorzar, pasando la tarde viendo pasar la tarde, y aguardando la noche para no dormir. Y cada tanto vienen los recuerdos, que son compañía, y basuritas en los ojos; y entonces le cuento y usted escucha, y a veces, muy a veces me dice.
— ¿Que le pasa? ¿Se le metió una basurita a usted también? ¿O es el reflejo que entra por la ventana? Tiene los ojos llorosos, no se refriegue; y si no es basurita deje que salga nomás; hágame caso, yo de eso se.

—Le cuento que anoche no pegué un ojo. Déle piensa que piensa; entre las vigas del techo, la ventana abierta con las cortinas que se bamboleaban, y la puerta del ropero que se abría y cerraba con el viento, y rechinaban las bisagras. Después, una canilla que goteaba, un grillo macanudo que siempre se acerca, y la cama demasiado grande.

—Desde que internaron a Edelmar me agarró miedo. Le confieso. Miedo y apuro. Ahora sólo me queda usted, ahí colgado.
— ¿Se acuerda de Edelmar? Venía siempre a tomar el vermú y a jugar a las cartas. ¡pucha!, ¡si hasta el otro día estaba fenómeno! Y de golpe ¡paf!, al sobre. Pobre Edelmar. Usted no se acuerda, pero él le salvó esa pata suya, aquella vez que tropezó con una sombra. Si no fuera por él no la contaba. De a poquito, con paciencia lo fue curando, hasta que al final le devolvió el trote ese tan particular que usted tenía.

—Ahora sin Ella, sin Edelmar, sin los chicos; sólo me queda usted que me mira con esos ojos profundos desde ahí adentro, que me escucha. Sólo usted y estas basuritas que se me siguen metiendo en el ojo.






"El árbol detrás del árbol"

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